Aquí os añado un cuento de Millás muy interesante.
Disfrutadlo.
MECÁNICA
POPULAR
Juan José Millás
Texto descargado de http://www.canal-poesia.com.ar
Digitalizado por Daniela Jaschek
Antropóloga Argentina.
1.
Llevaba más de media hora en aquella inhóspita sala de espera, sin que me atendiera
nadie, cuando se abrió una puerta y apareció una mujer en cuya frente estaba escrito
mi destino. Reconozco enseguida a esa clase de mujeres, porque siempre que se han
cruzado en mi existencia he huido de ellas con idénticas dosis de arrepentimiento y de
dolor. Y es que no puedo mirarlas sin agonizar, de manera que temí que fuera la
doctora y tuviera que abrir la boca delante de sus ojos. Por fortuna, se trataba de una
paciente, pues tras preguntar si yo era el último, aunque no había nadie más, se puso a
recorrer la sala de un lado a otro. Estábamos en los primeros días de agosto, pero ella
llevaba un abrigo de visón que la envolvía hasta los tobillos. Sin embargo, lejos de
sudar, se estremecía dentro de la piel con el gesto con el que nos encogemos en la
cama cuando suena el despertador y el dormitorio está frío. Y se encogía de tal modo
que uno deseaba encontrarse también dentro de aquel abrigo de piel, con ella a ser
posible. Siempre me ha dado mucha vergüenza sudar delante de las mujeres que
llevan escrito en la frente mi destino, así que no sabía qué hacer para ocultar mi
confusión.
Cuando aquello comenzó a resultar una tortura, intenté liberar los recursos que utilizo
para seducir a las mujeres que no llevan escrito en la frente mi destino, y al poco fui
capaz de dirigirle la palabra ocn algún descaro:
-No sé cómo puede soportar ese abrigo con el calor que hace- dije.
Ella me miró con una expresión de desconcierto enloquecedora (ésa es una de las
características de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino, el
desconcierto) y preguntó con ingenuidad:
-Por qué dice usted que hace calor?
-Porque lo hace- respondí-. Además, es normal, estamos en agosto.
-En Buenos Aires -dijo- hace mucho frío en agosto.
-Sí -argumenté yo-, pero es que estamos en Madrid.
-No me diga...
Compuso tal expresión de perplejidad que parecía de que de verdad dudara sobre el
lugar en que nos encontrábamos. A mí me hizo gracia esa duda y me crecí de manera
quizá un poco miserable frente a su miedo. Recuerdo que sonreí con suficiencia
mientras le preguntaba:
-De verdad creía que estábamos en Buenos Aires?
- No sé, ya me hace dudar....
Comprendí que estaba en mis manos y pensé que quizás no se tratara de una de esas
mujeres que llevan escrito mi destino en la frente. A veces, te equivocas. Parecía tan
desamparada que empecé a encontrar placer en la posibilidad de seducirla. Dije:
-Usted no sé dónde estará, pero yo, desde luego, estoy en Madrid y en Madrid en
agosto hace calor.
Ella miró a su alrededor como buscando alguna referencia que pusiera en cuestión o
quizá confirmara mis palabras, pero la habitación estaba muy desnuda y la única
ventana daba a un estrecho patio interior lleno de sombras. Finalmente se acercó a un
calendario que había en la pared y tras colocarse una gafas de vista cansada (quizá
eran sus ojos fatigados los que me habían persuadido de que se trataba de una de esas
mujeres), leyó algo escrito en él.
-Aquí pone “impreso en los talleres de Sergio Dacosta, Tucumán, provincia de
Buenos Aires”.
Yo, como por llevarle la corriente, porque había empezado a gustarme con locura esa
mujer, me levanté y fui a leer la inscripción.
-Pues sí -concedí-, pone eso, pero, no tiene nada que ver. Sin embargo, ha conseguido
usted sugestionarme. Parece que empiezo a tener frío, como si nos encontráramos en
Buenos Aires.
Lo dije por no interrumpir la conversación, pero lo cierto es que me encontraba algo
desnudo con el traje de lino. Cuando intentaba averiguar de dónde podía proceder
aquel frío, ya que no había aire acondicionado a simple vista, habló ella:
-Pues debe tratarse de una sugestión mutua, porque yo empiezo a tener calor, como si
estuviésemos en Madrid. Con este abrigo....
-Qué mundo -respondí yo, acercándome un poco para valorar su perfume-, ya no sabe
uno ni dónde está.
-Ni quién es -respondió-; no sabe uno dónde está ni quien es.
Interpreté que se trataba de una invitación a que nos presentáramos y le extendí mi
mano:
-Perdón, no me he presentado todavía: Francisco Ureña, encantado.
-Beatriz Tomé -respondió entregándome la suya, a la que obligué a permanecer entre
las mías unas décimas de segundo más de lo socialmente aceptado.
-Bueno -añadí con expresión divertida. Por lo menos estamos de acuerdo en quiénes
somos.
Entonces ella, Beatriz, hizo un gesto de aturdimiento, como si se encontrara a punto
de desmayarse, y tras dar dos o tres pasos sin dirección precisa se derrumbó sobre el
sofá y rompió a llorar.
-Yo no, la verdad -dijo entre hipidos, he dicho lo de Beatriz Tomé por decir algo, pero
no estoy segura. Si esto es Madrid, a lo mejor no soy Beatriz.
Me quedé un poco desconcertado, sobre todo porque me pareció que lloraba como las
mujeres que llevan escrito en la frente mi destino. Finalmente, dije:
-Bueno, no se ponga así; quizás estemos en Buenos Aires. De hecho, he empezado a
tener frío, ya se lo he dicho.
Ella continuó llorando con esa clase de fragilidad que me enloquece, de manera que
volvió a salir el seductor que hay en mí, y, en un gesto de protección típicamente
masculino, me senté junto a ella, la tomé por los hombros y la atraje hacia mí.
Mientras la acariciaba para darle consuelo empecé a descubrir sus formas debajo del
abrigo y debí de perder por un momento el sentido de la medida, porque se incorporó
de súbito, ofendida, y tragándose las lágrimas, me gritó:
-Pero por quién me ha tomado usted?
-Lo siento -me disculpé-, sólo pretendía consolarla.
-Y para consolarme tiene que tocarme todo el cuerpo?
-Perdone -insistí-, es usted muy atractiva y posiblemente me he dejado llevar, pero le
aseguro que no es mi estilo.
Me levanté y comencé a recorrer la sala de espera de un lado a otro, en parte para que
se tranquilizara al verme lejos de ella, pero también porque el frío había aumentado y
no podía quedarme quieto sin temblar. Una inquietante extrañeza, acentuada por el
silencio que se había establecido entre los dos, se apoderó de mí. Finalmente, ella
habló, quizá con la intención de romper de nuevo el hielo, pero dijo algo
desconcertante:
-Está tardando mucho la peluquera.
-Qué peluquera? -pregunté yo asombrado.
-La peluquera, qué peluquera va a ser.
-Pero, mujer, si esto es un clínica dental.
Ella adoptó la misma expresión de desconcierto que cuando le dije que estábamos en
Madrid y yo vi escrito de nuevo mi destino en su frente, pero esta vez me sentí
poseído de una fortaleza especial y no huí.
-Qué dice -articuló.
-Yo, por lo menos, he venido a arreglarme la boca.
-Pues yo a cortarme el pelo.
La sensación de extrañeza creció dentro de mí, asociada esta vez al frío. En realidad,
ya no podía distinguir la extrañeza del frío, porque los dos se habían instalado en el
centro de mis huesos y desde allí irradiaban al resto del cuerpo una suerte de desvarío
que se manifestaba en una agitación incontrolable. Ella, por su parte, tenía encendida
la cara, como si de repente hubiera comenzado a sobrarle el abrigo.
-Parece que usted tiene calor -dije intentando componer una expresión de broma.
-Y usted frío -respondió al instante.
-A lo mejor va a resultar que el que está en Buenos Aires soy yo -añadí continuando el
juego, aunque la sonrisa se me quedaba helada.
-Y yo en Madrid -añadió ella.
-Pues nada, si esto sigue así nos cambiamos de ropa y ya está.
Entonces se quitó el abrigo y me lo ofreció con naturalidad. Yo me defendí con un
gesto a la vez que decía que no, por favor, que se trataba de una broma. Pero mientras
hablaba, me fijé en su cuerpo y poco a poco fui descubriendo que debajo de la falda y
de la blusa se ocultaban en realidad un conjunto de miembros masculinos. Comprendí,
de súbito, el por qué la sensación de extrañeza que me había invadido minutos antes.
-Pero si usted es... -empecé a decir.
Ella miró hacia las zonas de su cuerpo a las que yo dirigía mis ojos y puso un gesto de
asombro.
-Pero bueno -gritó horrorizada-, si soy un hombre!
2.
Tras los primeros momentos de sorpresa, decidí que lo mejor era fingir una reacción
mundana para no agravar la situación, así que, sonriendo con condescendencia, dije:
-No se preocupe, no tengo nada contra los travestidos, aunque me lo podía haber
dicho antes: nunca le he puesto las manos encima a un hombre.
-Pero qué travestido! Qué dice de travestido! -gritó ella (él, quiero decir) con un
desconcierto que parecía verdadero-; yo no soy un travestido, lo que pasa es que usted
me quiere volver loca, o loco, ya no sé lo que digo. Primero salta con que hace calor
porque no estamos en Buenos Aires, a pesar de que ese calendario está impreso en
Tucumán; luego dice que se llama Francisco, como presumiendo de ser alguien: es
usted quien me ha obligado a decir que me llamo Beatriz, para no ser menos; en
seguida, añade que esto es la consulta de un dentista. Y ahora, por si fuera poco, sale
con que soy un hombre.
-Pero si no es que lo diga yo, es que lo es, mujer -afirmé en tono conciliador.
-En qué quedamos? Ahora me ha llamado mujer. Una cosa u otra.
-hombre, hombre.
-Entonces por qué me acaba de llamar mujer.
-Era un modo de hablar, hombre.
-Vaya, ya empieza usted a ponerse de acuerdo.
Volvió a meterse en el abrigo, quizá para ocultar su identidad masculina, de la que
parecía avergonzarse, y comenzó a recorrer la sala de espera de un lado a otro con
desesperación. Advertí que estaba sometido a una gran tensión emocional y guardé
silencio. La verdad es que me sentía aliviado y quizás un poco divertido: el
descubrimiento de que ella era un hombre explicaba también los disparates anteriores
y colocaba la realidad en la posición en la que habitualmente la vemos. Sin embargo,
no conseguía que el frío me abandonara y eso, habida cuenta de que estábamos en
agosto, seguía constituyendo una rareza incómoda. De súbito, se detuvo frente a mí y
comenzó a recapitular:
-De acuerdo -dijo-, soy un hombre, eso parece evidente. Ahora bien, es esto una
clínica dental?
-Sí -afirmé yo.
-Estamos en Madrid?
-Claro
-Es verano?
-Desde luego.
-Entonces, por qué está usted muerto de frío? -preguntó en tono de acusación.
-No sé -respondí-, por sugestión quizá.
-O sea, que su frío puede ser una sugestión y mi sexo no. Es eso lo que quiere decir?
-Bueno... -dudé.
-No, no. Dígalo con claridad, sin ambages. A ver, por qué la sugestión sirve para
explicar su frío y no mis genitales? Porque a usted ni siquiera se le ha pasado por la
imaginación la posibilidad de que quizás mis genitales sean una sugestión.
Además de argumentar bastante bien, exponía sus razonamientos con tal agresividad
que lograba hacerme dudar de todo, así que instintivamente dirigí mis ojos hacia la
zona de su sexo mientras balbuceaba:
-No sé, mujer, tampoco digo eso...
-Vaya, ahora soy mujer otra vez.
-Bueno -añadí intentando dar por concluido el disparate-, quizá sea usted una mujer
después de todo. A mí qué más me da.
-Salgamos de dudas -dijo.
Entonces, arrancándose el abrigo, se subió la falda sin darme tiempo a reaccionar, y
los dos vimos detrás de los encajes de sus bragas un sexo claramente masculino.
Aunque me encontraba algo turbado por aquella visión contradictoria, no pude evitar
un pequeño sentimiento de triunfo.
-Lo ve? -le dije.
El se bajó la falda con un silencio rencoroso y comenzó de nuevo a recorrer la
consulta de un lado a otro con expresión de desconcierto. Parecía sumido en arduas
reflexiones. Al rato, se detuvo frente a mí con gesto retador. Dijo:
-Usted está muy seguro de todo, pero todavía no ha tenido la valentía, como yo, de
mostrar su sexo. A lo mejor eso de que es hombre acaba resultando también una
sugestión, como lo del frío. A ver, por qué no saca la cosa y salimos de dudas.
-Mire -dije poniéndome serio-, yo soy muy tolerante, pero está usted empezando a
superar ciertos límites que por educación...
No me dejó terminar; todo lo que decía yo contribuía a aumentar su cólera.
-Pero qué dice usted de educación! -gritó-; o sea, que no sabemos si estamos en
Buenos Aires o en Madrid, ni si hace frío o calor, ni si esto es una peluquería o una
clínica, por no saber no sabemos si somos hombres o mujeres, vamos, que se está
derrumbando el mundo y usted sale con la tontería esa de la educación. Usted es un
imbécil, o quizás una imbécil, que ya no me fío de la apariencia de nadie.
Si yo tenía la facultad de irritarle, él tenía la facultad de hacerme dudar de todo, ya
digo, de manera que mientras le oía hablar no pude reprimir un movimiento de mi
mano en dirección al sexo, para comprobar, con creciente alarma, que no estaba donde
debería. Mientras buscaba mi pene y sus adherencias, él continuaba provocándome
como en una pesadilla:
-Que tenga usted las tetas pequeñas no significa nada: mi madre las tenía minúsculas,
y crió seis hijos.
Recuerdo que escuché esa frase, la de las tetas, y que me incorporé horrorizado por la
impresión de haber perdido el sexo. Me bajé apresuradamente los pantalones y los
calzoncillos y ví lo que al principio me pareció una llaga y luego, sin transición, un
sexo femenino. Me derrumbé sobre el sillón y comencé a llorar con la cara oculta
entre las manos. El me dejó llorar, como si de ese modo quisiera hacerme pagar la
culpa de mis seguridades anteriores, pero después de un rato se sentó a mi lado e
intentó consolarme:
-No se ponga así -dijo-, también yo he tenido que hacerme cargo de un sexo diferente
y no he cogido ese berrinche.
-Pero es que usted es un hombre -argumenté-; cuando era una mujer también lloraba.
-De acuerdo, de acuerdo - añadió conciliador-, pero cálmese ya, que de un momento a
otro va a llegar el dentista, o la peluquera, lo que sea, y vamos a dar el espectáculo.
Noté que sus caricias, cuyo tono, al principio, era de consuelo, estaban adquiriendo un
carácter marcadamente sexual. Creo que había ido excitándome sin querer con el
descubrimiento de mis formas, y, aunque yo también estaba algo turbado, o quizá
turbada, me incorporé defendiéndome de aquel acoso.
-Qué hace? -gemí-. A mí no me ha puesto la mano encima un hombre nunca.
-Eso sería cuando usted era un hombre, o se lo creía, pero ahora es una mujer, y está
muy bien, por cierto.
Volví a sentirme abatido -abatida, en realidad- y adopté una postura de desconsuelo
que no pude controlar, aunque me pareció muy femenina. El me atrajo hacia sí y en
esta ocasión le dejé hacer.
-Pobrecita -dijo-, está usted muerta de frío. Es evidente que se encuentra en Buenos
Aires, y allí, en esta época del año, hace mucho frío. Yo sin embargo, como debo estar
en Madrid, me aso con tanta ropa. Tenga, póngase mi abrigo.
Me lo colocó por los hombros y yo me dejé arropar, porque necesitaba que me
protegieran, como si la vida hasta entonces hubiera sido muy hostil conmigo. En esto,
él se quedó pensativo, como a la espera de una decisión, y enseguida dijo:
-Aunque lo mejor sería que nos cambiáramos toda la ropa, no vaya a ser que esto no
sea ni una clínica ni una peluquería.
-Qué va a ser entonces? -pregunté asustada.
-No sé, a lo mejor es un endocrino y nos manda desnudarnos. Que vergüenza si la ve a
usted en calzoncillos y a mí en bragas.
-Sí?
-Ande, levántese, que debe estar a punto de llegar.
Me gustaba mucho de él la velocidad con la que tomaba decisiones, así que le hice
caso y me incorporé. Entonces, me vi en el espejo de la pared de enfrente y advertí
que yo misma era una de esas mujeres que llevan escrito en la frente el destino de
algunos hombres. El estaba a mi lado, quizá leyendo su destino en mi reflejo, cuando
observé que se tiraba del pelo y se arrancaba la melena.
-Lo que suponía -dijo-, no era más que una prótesis; tenga, póngasela, le quedará
mejor que a mí.
3.
Al ponerme la melena, mis rasgos completaron el proceso de feminización al tiempo
que los de él se endurecían. Estaba un poco calvo, pero esa especie de calvicie que
algunos hombres logran incorporar a su identidad como un atributo, más que como
una amputación. Quizá no se había dado cuenta de que yo llevaba escrito en la frente
su destino, porque me trataba con esa clase de neutralidad con la que yo había
seducido en otro tiempo a las mujeres cuya existencia no me concernía. Comprendí
que un hombre como ese podía perderme, e, incomprensiblemente, la idea me gustó.
Pero teníamos que intercambiar la ropa, por si venía el endocrino, de manera que me
urgió a que me desnudara mientras él comenzaba a desabrocharse la blusa. Intenté
ocultarme detrás del sofá, pero su mirada me perseguía a todas partes con un descaro
enloquecedor.
-Es usted preciosa -me dijo.
Y yo:
-Mire hacia otro lado, por favor.
En medio de aquel apresurado intercambio, se oyó un ruido procedente de la entrada y
la tos de alguien que llegaba en ese instante. Nos miramos aterrados, pero él reaccionó
en seguida y me señaló una puerta que daba a un pequeño aseo, donde nos
refugiamos
atropelladamente, medio desnudos los dos y con las manos llenas de la ropa del otro.
Para mayor confusión, con la prisa no habíamos encendido la luz, cuyo interruptor
estaba en la parte de fuera. Permanecimos en silencio, intentando trazar la trayectoria
de los pasos que venían del otro lado, mientras acostumbrábamos los ojos a una luz
minusválida procedente de una rendija por la que respiraba el aseo. Cuando cesó el
ruido de los pasos e intentamos movernos para continuar el intercambio, nuestros
cuerpos se encontraron y me entregué a su abrazo con una violencia pasiva de la que
él se quedó tan sorprendido como yo. En realidad, no tuve que hacer nada, porque me
pareció que alguien que me habitaba lo hacía por mí. Yo sólo tenía que entregarme y a
cambio de esa entrega recibía más placer, por más tiempo, que el que habría sido
capaz de imaginar hasta ese instante. Además, advertí enseguida que el placer de él
dependía del mío, pues su gozo consistía en verme gozar. La melena se comportó de
un modo raro, pues cuando él tiraba de ella yo sentía dolor en el cuero cabelludo. No
sé cuánto duró aquello ni si armé mucho escándalo, porque a veces él me ponía la
mano en la boca para que no gritara, aunque eso me excitaba más. El caso es que en
un momento dado me obligó a regresar a la realidad y comenzamos a vestirnos otra
vez. Al ponerme las bragas de encaje, sentí una emoción antigua, como si realizara en
este acto un deseo del que ni siquiera guardaba memoria de lo remoto que era.
Mientras terminábamos de vestirnos, comenzó a tutearme, y también ese tuteo me
penetró hasta lo más hondo, como el nombre con el que me llamó, pues convinimos
en intercambiar también nuestros nombres. Así pues, yo sería Beatriz y él Francisco.
Tenía una sensación de plenitud que nunca antes había sentido, de manera que al salir
con toda clase de precauciones a la sala de espera lo primero que hice fue mirarme en
el espejo para acostumbrarme cuanto antes a esta versión de mí, con la que, he de
decirlo, me encontraba completamente de acuerdo. El abrigo de visón, con el cuello
levantado sobre la melena, me daba ese aire de misterio tan propio de las mujeres
ricas argentinas. A él, por cierto, le quedaba muy bien mi traje de lino.
En la sala no había nadie, así que pensamos que el endocrino, o lo que fuera, se había
metido en la consulta y nos sentamos a esperar.
-Con este traje de verano da gusto -dijo Francisco-, es muy ligero.
-Es de lino - añadí yo-; lo compré este año. Si llego a saber que lo iba a utilizar tan
poco, habría aguantado con la ropa del año pasado.
-No te quejes, que has salido ganando; el abrigo también lo he comprado este año. Y
es un visón.
-La piel, en Buenos Aires, es muy barata -argumenté un poco molesta, porque me
pareció que se estaba poniendo mezquino. Yo, lo del traje de lino, lo había dicho por
decir, no por echarle nada en cara.
-No te creas -insistió-; la piel era barata antes, ahora todo está por las nubes.
Estuve a punto de responderle que yo misma había comprado a mi mujer unos zorros
muy baratos en Buenos Aires (había estado allí el invierno anterior por razones de
trabajo), pero pensar en mi mujer, ahora que me sentía tan a gusto cada vez que
notaba el roce de las bragas en la ingles, me hizo sentirme mal. Así que me disponía a
cambiar de conversación, cuando se abrió la puerta que daba a la consulta y apareció
una mujer de mediana edad, como nosotros, abrochándose una bata blanca. Parecía,
por su gesto, de nos saber muy bien qué hacía allí, y nos miraba como intentando
averiguarlo en nuestras caras. Nosotros permanecíamos en silencio, también con
expresión de duda. Finalmente, después de unos instantes de tensión, la doctora, o lo
que fuera, dijo:
-Que pase el primero, por favor.
La primera era yo, si consideraba mi etapa como hombre. Pero quien había llegado en
segundo lugar a la consulta era una mujer y yo, ahora, era mujer, de manera que
empujé a Francisco al tiempo que le decía al oído:
-Si lo miramos desde el punto de vista del sexo, el primero en llegar fue un hombre,
así que te toca a ti.
-Está bien -dijo haciendo un gesto obsceno-, pero luego no me reproches que lo vea
todo desde ese punto de vista.
Siguió a la mujer de la bata a la sala de consulta y yo fui detrás de ellos, para ver qué
pasaba, sin que la doctora se opusiese. Parecía desconcertada, ya digo, como si se
encontrara bajo los efectos de un sueño magnético. La consulta era muy neutra
también y estaba desnuda; sólo vi un sillón que podía pertenecer, indistintamente, a
una peluquera o a un dentista. El se sentó dócilmente, aunque con cara de susto, en
ese sillón y la mujer de la bata se quedó a su lado sin hacer nada, como a la espera de
que alguien le transmitiera una orden. Cuando la tensión estaba a punto de alcanzar un
grado insoportable, Francisco pidió que le arreglara un poco el pelo por los lados.
-No sé por qué -añadió-, aunque por arriba estoy prácticamente calvo, por los lados
me crece muy deprisa.
Yo me acerqué, y, procurando que no me oyera la doctora, le advertí:
-No, hombre, el pelo te lo querías cortar cuando eras Beatriz, pero ahora que eres
Francisco te tienes que arreglar la boca. No te acuerdas?
-Y si no sabe? - preguntó asustado.
Entonces, me volví directamente a la mujer, porque empezaba a haber en toda aquella
confusión algo molesto, y le pregunté sin rodeos:
-Bueno, usted es dentista o qué?
-Por qué lo dice? -preguntó a su vez.
-Es que el señor -añadí- ha venido a arreglarse la boca y yo a cortarme el pelo, pero,
francamente, no sabemos quién está equivocado.
-Pues les voy a hablar con la misma franqueza -respondió con el gesto de quien toma
una decisión arriesgada de la que espera, sin embargo, obtener una tregua moral-,
ahora mismo no me acuerdo de qué soy.
-Ya empezamos otra vez con las dudas -dije con tono de resignación al tiempo que
intercambiaba una mirada con Francisco.
-Sabrá por lo menos si es argentina o española -añadió él.
-O si hace frío o calor -insistí a mi vez.
-O si esto es Madrid o Buenos Aires -apostilló Francisco.
La mujer nos miró con desconcierto durante unos instantes y luego se echó a llorar
mientras rogaba que dejáramos de hacerle preguntas, porque aquello empezaba a
parecerse a un interrogatorio.
-Aquí hoy llora todo el mundo -dijo Francisco.
-Eso no es cierto -respondí-, sólo han llorado las mujeres.
-Y quién te dice a ti que ésta no es un hombre? Si es posible que yo esté en Madrid y
tú en Buenos Aires, a pesar de encontrarnos en el mismo lugar, por qué no va a ser
ésta un hombre? Y digo un hombre por no decir otra cosa.
-Qué cosa? -pregunté, al tiempo que le indicaba con un gesto que dulcificara su modo
de hablar, porque la pobre doctora, o lo que quiera que fuese, se ahogaba en un llanto
que rompía el alma.
-Yo qué sé -añadió él con desprecio-: una gata, por ejemplo.
-Qué poca sensibilidad tenéis los hombres -le reproché mientras tomaba la cabeza de
la doctora entre mis manos.
-Eso no me lo has dicho cuando estábamos en el aseo -escupió con un gesto de
provocación claramente sexual. Empezaba a molestarme que exhibiera la escena del
aseo como un trofeo de caza, así que le rogué que se olvidara de eso y que me
ayudara
a calmar a la mujer. Entre tanto el llanto de ésta, bajo mis caricias, se había
transformado en una especie de maullido.
-Lo ves? -gritó Francisco saltando del sillón-.Es una gata!
Contemplé lo que tenía entre las manos y observé con aprensión que no era una
cabeza, sino un animal al que deje caer al suelo de inmediato.
4.
-Te das cuenta? -insistió él con expresión de triunfo-. Lo que yo te decía, una gata.
Yo ya veía que era una gata, pero no podía soportar que llevara razón en todo, así que
hice como que dudaba:
-Lo que pasa es que estás sugestionado.
-Tú todo lo explicas por la sugestión.
-No, hijo, el que utilizaba la sugestión para todo eras tú. No te acuerdas?
Pareció dudar. Dijo:
-Pues no, la verdad.
La gata, entretanto, andaba olisqueando por los rincones, como si intentara reconocer
el territorio. Regresamos a la sala de espera y nos dejamos caer en el sofá con gesto
de
desaliento.
-Esto es increíble! -exclamó Francisco-. Cuando lo cuente en El Agujero Negro no se
lo cree ni Dios.
Me molestaba que se expresara así, aunque no soy creyente, y se lo dije. El puso cara
de fastidio. Luego le pregunté qué era eso de El agujero Negro y me respondió que un
bar de Buenos Aires.
-Pero si tú vives en Madrid -señalé.
-Me parece que quien vivías en Madrid eras tú.
-No me vuelvas loca; vamos a ver, quién lleva el visón puesto?
-Tú.
-De acuerdo, yo, y estamos en agosto. En agosto, para soportar este abrigo tienes que
estar en Buenos Aires; luego, quien vive en Buenos Aires ahora soy yo. No puedes ir a
El Agujero Negro.
Se sumió en un silencio rencoroso (no soportaba no llevar la razón) y al rato,
levantándose, se acercó al calendario y lo miró detenidamente.
-Lo que pasa -dijo al fin- es que estamos diciendo todo el tiempo que estamos en
agosto, como si fuera un dogma de fé, pero en la hoja de este calendario pone enero.
No, si ya decía yo que estaba empezando a tener frío.
La verdad es que yo llevaba un rato sofocada por culpa del abrigo, de manera que me
levanté también, para ver qué decía el calendario, y, en efecto, estaba abierto por la
hoja correspondiente a enero.
-Anda, déjame el visón -dijo él-, aterido de frío.
A mí se me hacía insoportable que volviera a llevar razón; además, me había
encariñado con el abrigo.
-De eso nada -dije-. Ya estoy harta de cambios.
Extendí la mano y empecé a arrancar las hojas del calendario hasta llegar a agosto.
-Hala, ya estamos otra vez en agosto - dije.
-Joder, se ha notado en seguida! -exclamó él-, ya vuelvo a tener calor.
-O sea, que estás en Madrid.
-Y tú, en Buenos Aires. Por cierto, que el abrigo te queda muy bien -añadió con
intención provocadora.
Sé que tenía ganas de repetir lo del aseo, yo también, la verdad, pero me molestaba
que llevara siempre él la iniciativa. Además, un sexto sentido recién adquirido me
decía que tenía que resistirme un poco, así que cuando nos volvimos a sentar y
empezó a tocarme le rogué que me sacara las manos de encima. Entre tanto, la gata
había abandonado el gabinete de la doctora, o lo que fuese, y ahora estaba junto a
nosotros, frotando su cuerpo contra las piernas de él.
-Le has gustado -dije.
-Los animales se me dan muy bien, mejor que las personas -respondió en tono de
reproche sexual.
Yo, la verdad, estaba deseando que me tocara el cuerpo, quizá porque me acordé de
repente de algo muy remoto relacionado con él.
-Esto de los cuerpo es muy misterioso -señalé.
-Qué quieres decir?
-Que lo que nos ha sucedido tiene que obedecer a alguna lógica. Me estaba acordando
de una cosa que leí de pequeña en una revista Mecánica Popular. Decía que el cuerpo
es una convención parecida a la del lenguaje. Por ejemplo, la palabra mesa no tiene
nada que ver con el objeto mesa, pero hay un acuerdo general para que al oir esa
palabra todos nos representemos ese objeto.
-Y qué tiene que ver eso con el cuerpo?
-Quiero decir que el cuerpo es también un lenguaje convencional, o sea, una prótesis:
sirve para que nos comuniquemos, lo mismo que el calendario o las palabras. No lo
entiendes? El cuerpo es una representación: está en lugar de otra cosa que no
sabemos
manejar, lo mismo que el pronombre que va en lugar del nombre.
Noté que se dejaba sugestionar por mis palabras y eso me halagó. No me gustan los
hombres débiles, pero tampoco aguanto a los que quieren llevar la voz cantante todo
el rato.
-Y qué pasaría si no se hubiera inventado el cuerpo? - preguntó.
-Pues seríamos invisibles -dije yo- y no podríamos expresarnos ni realizarnos
socialmente porque tampoco podríamos organizar competiciones deportivas ni
reunirnos a comer.
-Vaya cosas que leías tú de pequeña! -exclamó Francisco-. Yo a esa edad sólo leía La
Isla del Tesoro.
-Bueno, también el cuerpo es una isla.
-Y el tesoro?
-El tesoro hay que saber encontrarlo -respondí velando la voz con un tono venéreo que
él no recogió. Continuaba impresionado con la posibilidad de que su cuerpo no fuera
más que una prótesis. Dijo:
-Si el cuerpo es una prótesis, estará sustituyendo alguna clase de amputación, no?
-Eso es lo que no sabemos -respondí-, de qué estamos amputados para necesitar un
cuerpo.
-Pues yo prefiero continuar amputado -dijo con resolución-. De pequeño, sin embargo,
quería ser invisible, pero ahora prefiero que me vean, sobre todo desde que soy
hombre, pero es que de pequeña también quería ser hombre.
-Tienes algo contra las mujeres o qué? -pregunté ofendida.
-Yo no tengo nada contra nadie, pero del mismo lado que unas palabras me gustan
más que otras (vermiforme, por ejemplo, me encanta), también me siento más a gusto
con una prótesis masculina. Sobre todo porque con esta prótesis corporal puedo desear
a las mujeres. Antes sólo deseaba a los hombres, a los que, por otra parte, detestaba.
Creo que he salido ganando con el cambio.
Hablaba otra vez con ese tono de presunción que no puedo aguantar en los hombres,
pero no se lo reproché porque me acababa de acordar de algo importantísimo. Debió
notármelo en la cara porque me preguntó que qué me pasaba.
-Nada, es que te estaba contando lo de Mecánica Popular por pasar el rato, porque la
verdad es que nunca me creí lo de la prótesis, pero acabo de recordar algo que le da la
razón a la mecánica.
Entonces le conté que había tenido un pájaro de pequeña, o quizá de pequeño, no sé,
un pájaro que nació en cautiverio, precisamente dentro de la misma jaula en la que me
lo regalaron. A mí me daba pena que el pobre animal estuviera siempre en la jaula, sin
volar, de manera que veces le abría la puerta para que saliera a darse una vuelta por la
casa. Curiosamente, él siempre volvía a cerrarla con el pico. Un día le obligué a salir y
casi se muere del susto. Presa de un ataque de terror, comenzó a revolotear
alocadamente golpeándose contra las paredes. Daba miedo verle, parecía un puñado
borroso de plumas agitándose en el aire con la desesperación de un ahogado en el
océano, como si se encontrase en una dimensión extraña para él. Me retiré un poco, al
objeto de no añadir a su terror la amenaza de mi presencia, y al poco ví que se posaba,
agotado, en una lámpara, desde donde, tras un par de intentos fracasados, consiguió
regresar a su jaula apresurándose a cerrarla con el pico.
-Y qué tiene que ver eso con el cuerpo? -preguntó él.
Francisco no había entendido nada. Me sorprendió que pudiera gustarme tanto un
hombre con tan poca sensibilidad, pero, en fin, le expliqué que aquella experiencia
había sido para el pájaro un alucinante viaje extracorpóreo: en efecto, el animal debía
creerse que la jaula formaba parte de su cuerpo, de manera que no podía permanecer
fuera de ella sin tener la impresión de estar fuera de sí.
Francisco me miró como si estuviera loca y, levantándose, comenzó a recorrer la sala
con desesperación seguido por la gata.
-Todo eso son teorías para pasar el rato, y yo lo que quiero es acabar de una vez con
esta historia. Que me corten el pelo o que me arreglen la boca, lo que sea, con tal de
salir de una vez de aquí. Entre unas cosas y otras hemos perdido ya más de una hora.
-Y por qué no nos vamos? -pregunté señalando la puerta con los ojos.
5.
Yo creo que le extrañó que no se le hubiera ocurrido a él la posibilidad de salir de allí,
pero enseguida hizo suya la propuesta.
-Venga, vámonos ahora mismo -dijo, tomándome del brazo.
-Me enseñarás Madrid? -pregunté con tono seductor-.No lo conozco.
-Y por qué no me enseñas tú Buenos Aires?
-Como estamos tan convencionales y tú eres el hombre... -añadí apoyando mi cabeza
en su hombro mientras nos dirigíamos hacia la salida.
-Lo que quieras, pero vamos pronto, antes de que aparezca otra convención, o quizá
otra prótesis.
En esto, me acordé de la gata y le pregunté que qué hacíamos con ella.
-Déjala -dijo-. A lo mejor vive bajo la convención de que las paredes de esta sala
forman parte de su cuerpo y se asusta al salir.
-Muy gracioso, pero el animal no se queda aquí. Imagínate que es sábado y que no
aparece nadie hasta el lunes. No va a estar la pobre sin comer todo el fin de semana.
-Y quién se la queda, tú o yo? No sabemos si es argentina o española.
-La sorteamos -decidí.
-Deja, me la llevo yo, que estoy viendo que no nos vamos por culpa del bicho.
Se la puso con dificultad debajo del brazo, porque era grande y muy pesada, y salimos
al pasillo, que parecía un laberinto. Después de un par de vueltas, dimos al fin con lo
que creíamos que era la puerta de salida, pero al abrirla nos encontramos otra vez en
el interior de la sala de espera.
-Pero bueno! -exclamó Francisco, arrojando al animal contra el suelo-, si esto parece
un circuito cerrado. Estamos en el mismo sitio del que venimos. Qué agonía!
Se dejó caer, pálido, en el sofá.
-Venga, hombre - le animé-, vamos a intentarlo otra vez. Seguro que nos hemos
equivocado de pasillo.
-Espera, espera un poco -dijo con el rostro bañado en ese sudor disolutivo
característico de los estados de ansiedad-. Es que a mí estas situaciones circulares me
enloquecen. Hace tiempo, empecé a estudiar filosofía, pero lo tuve que dejar cuando
llegamos al eterno retorno, porque en lugar de una lección parecía mi biografía. Lo
malo es que la angustia me da hambre y si no como algo enseguida me desmayo. No
habrá por ahí nada para comer?
Se había puesto tan pálido que tuve miedo de que se desmayara de verdad, así que le
indiqué que colocara la cabeza entre las piernas, porque lo había visto en una película.
-Quédate un rato así, con los ojos cerrados, y verás cómo se te pasa.
Mientras intentaba tomar una determinación, porque ya me había dado cuenta de que
con aquel hombre no podía contar para ningún asunto que no estuviera relacionado
con el sexo, vi sobre la mesa un papel de publicidad de una de esas empresas que
sirven pizzas a domicilio.
-Te gusta la pizza? -pregunté.
Respondió que sí con un movimiento de cabeza, porque ya no podía ni hablar de lo
mal que estaba.
-Y te pondrías mejor si te dijera que dentro de un ratito te vas a comer una buena
pizza? -insistí.
Levantó la cabeza con incredulidad, en busca de una confirmación a lo que acababa de
oír.
-Mira - dije- aquí lo pone. Pizza Veloz, servicio a domicilio. Voy a llamar por
teléfono, y en un ratito la tenemos aquí. La pediré de anchoas y atún, por la gata.
Francisco se incorporó con un gesto de satisfacción, como si la promesa de comer
contuviera en sí misma efectos terapéuticos.
Mientras telefoneaba desde el gabinete de la doctora, o de la peluquera, le veía pasear
de un lado a otro acariciándose el estómago. De súbito, se había puesto de buen
humor. Cuando colgué el teléfono y regresé a la sala de espera, me pareció que me
miraba con malicia, como si se esforzara por contener las ganas de reír. Preguntó:
-Y cómo has dicho que se llamaba ese servicio al que has telefoneado?
-Pizza Veloz -respondí.
Francisco soltó una carcajada. Así son los hombres.
-Se puede saber de qué te ríes?
-No, de nada - contestó ahogándose.
-Pues que te aproveche; cómete lo que sea tú solito y que te aproveche. Cuando llegue
la pizza, nos la repartiremos entre la gata y yo.
-No te enfades, Beatriz. Es que me hace gracia lo de Pizza Veloz. No comprendes?
Suena a Picha Veloz.
-Pero qué previsibles sois los hombres -dije yo con gesto de paciencia. Además, por si
no lo sabes, te diré que te ríes de ti mismo, porque tú sí que eres un picha veloz; lo
que me has hecho ahí dentro, en el aseo, ha sido lo más parecido a una eyaculación
prematura.
Debí de golpearle en el lugar adecuado, porque se le cortó la risa y preguntó con gesto
de espanto si no me lo había hecho bien.
-Me lo has hecho rápido, pero tampoco te angusties así: es normal cuando se carece de
práctica.
-Anda - suplicó-, enséñame cómo se hace, que tú has sido hombre mucho tiempo.
-Aquí? Delante de la gata?
-Joder con la gata! -olvídate de ella de una vez.
-Mira -le expliqué- los hombres, por lo general, están obsesionados por la penetración,
por eso muchos eyaculan antes de tiempo. A menos a mí me pasaba eso cuando era
hombre, pero ahora que soy mujer veo que lo que en realidad nos gusta a las mujeres
es que nos toquen aquí y allá, y que nos digan cosas excitantes. La picha es una cosa
imaginaria. Yo, la verdad, no la echo nada de menos. Por cierto, en confianza, cómo
te referías tú a tu coño cuando tenías coño? Es que esa palabra no me gusta.
-Lo llamaba pikuki, con k de kilo.
Yo, la verdad, estaba roja de vergüenza, pero me moría de ganas de preguntar más
cosas sobre el cuerpo. Al fin y al cabo, acababa de estrenar uno con más rincones que
la memoria.
-Dime otra cosa -añadí arrepintiéndome en seguida-.Bueno, no, déjalo.
-Pregunta, pregunta, mujer. Estamos los dos en la misma situación de incompetencia;
sabemos más del otro cuerpo que del nuestro, de manera que es razonable que
intercambiemos información.
-Está bien, verás, es que y siempre he creído que a las mujeres les salía el pis por la
vagina, hasta que un día escuché a mi esposa criticar a una amiga que se creía que
para orinar había que quitarse el tampax. Digo yo que si no hay que quitarse el tampax
es que sale por otro sitio, no?
El sonrió con suficiencia, qué hombre, y adoptó un gesto profesoral que no soporto ya
ni en mí. Dijo:
-Mujer, el pis sale por un agujerito que está entre el clítoris y la entrada de la vagina.
Se llama meato urinario.
-Qué redundancia -añadí para disimular mi turbación-; ya se entiende que si es un
meato es porque sirve para orinar.
-Es que el cuerpo de las mujeres es muy redundante -respondió insinuándose-. Por eso
me gusta a mí tanto el cuerpo de las mujeres, por la redundancia. Ana Bolena, sin ir
más lejos, tenía tres pechos.
-Me estás tomando el pelo -dije yo.
-No, de verdad, es un error de la naturaleza bastante común, lo que pasa es que la
mayoría de las mujeres no se enteran porque el tercer pecho no tiene las dimensiones
de los otros dos y lo confunden con un accidente de la piel. Por lo general, el tercer
pecho no es mas que un pezón que lo mismo aparece bajo la axila que en la ingle. Lo
curioso es que puede segregar leche, como los otros. Por cierto, sabes lo que es la
atelia?
-No -acerté a articular con asombro.
-Pues la ausencia de pezón, o sea, lo contrario de la politelia, que es la aparición de
muchos. El pezón está lleno de posibilidades. Yo, cuando era mujer, tenía uno
retráctil, es decir, metido para adentro, como el ombligo. A los hombres les excitaba
mucho, porque los hombres nos volvemos locos con las deformidades. Fíjate, no he
hecho más que decírtelo y ya estoy excitado. Por cierto que es estupendo esto de tener
entre las ingles una convención que se pone dura. Vamos a tener que hacer algo.
-Calla - dije yo fingiendo un pudor que en realidad no sentía-. Debe de estar a punto
de llegar el de las pizzas.
-Y para qué quieres al de las pichas si ya tienes aquí una picha rápida?
-Anda, cuéntame más cosas del cuerpo. A las mujeres nos gusta que nos digan cosas
del cuerpo, aunque sean monstruosidades.
-Tú crees de verdad que el cuerpo es una prótesis? -preguntó retóricamente mientras
metía sus manos por el escote del abrigo.
-Todo lo que no es prótesis es plagio -respondí sin saber si el refrán decía exactamente
eso, mientras le dejaba hacer. Me volvía loca.
6.
Se ve que había aprendido la lección, porque ahora me tocaba sin prisas. Yo apoyé la
cabeza sobre el brazo del sofá y al notar el encaje de las bragas rozándome la vulva
creí que me moría de placer. Quizá mi cuerpo, tal como afirmaba Mecánica Popular,
no fuera más que una herramienta, pero estaba tan encarnada en mi identidad que yo
lo percibía como un órgano. Pensé que ya no podría acostumbrarme a vivir sin cuerpo.
Por lo demás, el gusto sexual era igual de incomprensible ahora que cuando había sido
hombre, pero resultaba mucho más intenso y duradero. Todos mis miembros, y no
sólo mi vulva, estaban implicados en aquel suceso, y si digo suceso es porque se
trataba de un acontecimiento.
-Repíteme al oído lo de la atelia -rogué mientras sus manos buscaban, quizá, un pezón
retráctil sobre mi pecho.
Apenas había comenzado a narrarme aquella monstruosidad, cuando se oyó la puerta
y vimos avanzar a un mensajero con casco de motorista que llevaba una pizza en una
mano y en la otra una bolsa con cervezas. Nos incorporamos como si nos hubieran
sorprendido cometiendo un delito y la gata, que había estado contemplándonos, se
acercó al motorista con el rabo levantado: sin duda había olido comida.
-Se le dan bien los animales -dije aparentando naturalidad mientras me cruzaba el
abrigo para ocultar el desorden de la falda y de la blusa.
-Es que ha olido las anchoas -añadió Francisco alejándose de mí.
El mensajero contempló a la gata, e intentó esbozar una sonrisa de complicidad que se
convirtió en una mueca de terror. Cuando por fin logró articular dos palabras
seguidas, dijo:
-Les juro que en este trabajo se ve de todo, pero esto es completamente nuevo para
mí.
-Le pasa algo a la gata?
-No, nada, si para usted es una gata...
-Ahora va a resultar que tampoco es una gata -dijo Francisco con irritación-; o sea,
que ni peluquera, ni dentista, ni gata. Pues entonces qué es?
El muchacho dejó la pizza y las cervezas sobre la mesa y comenzó a buscar, nervioso,
la factura entre la multitud de bolsillos de su traje, mientras decía:
-Yo lo que ustedes digan, la verdad.
-No, no -añadí yo, que estaba un poco molesta por su gesto de censura-, diga lo que le
parezca. Si nosotros estamos también hartos de dudas. Nos viene muy bien que
vengan a decirnos desde afuera lo que somos. A ver, dígame, qué soy yo.
El mensajero pareció dudar, pero había perdido el miedo del principio y se decidió a
hablar. Dijo:
-Pues un tío con un abrigo de pieles y una peluca horrible, eso es lo que es.
Francisco, que había desenvuelto la pizza y comenzaba a comérsela tras arrojar unas
migas a la gata, se arremangó al oír esto y sufrió un ataque de tos. Pero tosiendo y
todo, se incorporó y preguntó con angustia:
-Y yo? Qué soy yo?
El muchacho retrocedió asustado por el tono de voz, pero mientras reculaba decía:
-Pues... no sé... una tía vestida de hombre, no?
-Con que una tía disfrazada de hombre, eh? -gritó fuera de sí-. Y si yo digo que usted
es un imbécil y un miserable? Y si le doy un par de hostias, sí, de hostias, va a
continuar diciendo que soy una tía?
El muchacho, porque era casi un niño, logró alcanzar la puerta y salir corriendo.
Francisco regresó al sofá quitándose las migas de pizza de los alrededores de la boca y
se bajó los pantalones con disimulo para comprobar que continuaba siendo un
hombre. Yo, por mi parte, me puse de espaldas a él y, protegiéndome con el abrigo,
me levanté la falda para certificar que al otro lado delas transparencias de las bragas
había una vulva llena de sentimientos.
-No tienen ni idea -dijo Francisco-. Casi me alegro de no poder salir de aquí. Ahí
afuera están todos locos, especialmente mi marido...
-Pues si te cuento las cosas de mi mujer... -dije yo acordándome de las manías de
aquella bruja que me tenía esclavizado mientras no era más que un hombre; de todos
modos, no deberías haber asustado al mensajero de ese modo. Además de irse sin
cobrar el pobre, no nos ha dicho si estamos en Buenos Aires o en Madrid, ni si hace
frío o calor. Ahora, que yo creo que tenía un leve acento argentino.
-Tú siempre llevando agua a tu molino. Gallego, ese acento era gallego. Además, ya
hemos quedado que tú estás en Buenos Aires y yo en Madrid. Qué manía con que
estemos todos en el mismo lugar. Me recuerdas a mi marido, que tenía la obsesión de
que todos teníamos que ir juntos y a los mismos sitios. Qué hombre!
-Llevas razón -contesté cogiendo al fin un trozo de pizza, porque la gata se había
subido a la mesa y no paraba de comer-; al fin y al cabo ya hemos dicho que todo es
una prótesis. A lo mejor si llamamos otro día nos viene el mismo mensajero con un
cuerpo de árabe. Hala, vamos a comer, que la gata, o la doctora, o lo que sea, acaba
con todo.
No había terminado de masticar el primer bocado, cuando se abrió la puerta de
entrada y entró el mensajero con cara de espanto.
-Ustedes perdonen -dijo-. Es que no encuentro la salida.
Francisco, que aun no había perdonado que lo confundiera con una mujer, gritó con la
boca llena de pizza:
-Cómo va a encontrar la salida si no sabe reconocer un hombre de una mujer y una
gata de no sé qué? Por cierto, que no nos ha dicho todavía qué es lo que ha visto en la
gata.
A mí, la verdad, me dio pena el muchacho, así que me acerqué a él para protegerle de
la ira de Francisco.
-No le atosigues -dije- No ves que está muy asustado? Estás pálido, muchacho.
Le tomé por los hombros y le conduje hasta el sofá obligándole a sentarse para que se
tranquilizara un poco. Luego, simplemente para sacar un tema de conversación, le
dije:
-Por cierto, que antes se nos ha olvidado preguntarte si estamos en Buenos Aires o en
Madrid.
-Y si hace frío o calor -añadió Francisco.
El mensajero contempló a la gata, que había terminado de comer y se relamía los
bigotes, y volvió la cabeza en dirección a la puerta midiendo con los ojos la distancia
que le separaba de ella, como si calculara las posibilidades de éxito de una nueva
fuga. Después compuso un gesto de desaliento y rompió a llorar como desesperación.
Francisco y yo intercambiamos una mirada de satisfacción y en seguida, como si nos
hubiésemos puesto de acuerdo previamente, nos pusimos de pie y comenzamos a
aplaudir al tiempo que lanzábamos bravos y vivas que, lejos de calmarle, le hundían
en un llanto mucho más intenso. Finalmente, cuando consiguió sorberse algunas
lágrimas, levantó su rostro hacia nosotros y preguntó con gesto de súplica:
-Pero se puede saber qué pasa?
-Que en esta sala de espera las únicas que habíamos llorado hasta ahora éramos las
mujeres -señalé-. Ya era hora de que alguien rompiera la convención. Estábamos tan
convencionales...
El motorista se levantó del sofá sin dejar de llorar y abriéndose la cazadora de cuero
para mostrar su cuerpo, gritó:
-Pero si soy una tía!
-Pobrecito -dije yo porque me daba mucha pena-, es una mujer y se creía que era un
hombre.
-Que no, hombre, que no! -gritó con desesperación-, lo que pasa es que en este
trabajo
es mejor que te tomen por un hombre. Algunas de mis compañeras han sufrido abusos
de clientes que piden pizzas, pero lo que quieren es otra cosa.
-Nada, nada -apuntó Francisco con cierta carga agresiva en sus palabras-, sugestión,
todo es pura sugestión. Estás sugestionado con que eres una chica y ya está. Yo
también padecí esa sugestión; imagínate que llegué a casarme con un hombre y todo,
un imbécil, por cierto. Además me creía que vivía en Buenos Aires, con el frío que
hace allí en esta época del año; fíjate en el abrigo que tiene que llevar esta pobre.
-Es que -añadí yo intentando crear un clima de concordia- mientras esperábamos al
dentista o a la peluquera, que no sabemos a qué hemos venido, la verdad, estábamos
comentando el poder de las convenciones sociales. O sea, que te levantas con una idea
(y las ideas son también en realidad una prótesis) por ejemplo con la idea de que eres
cirujano, y lo mismo te pasas el día arrebatándole el páncreas a la gente. Aunque el
páncreas es otra convención. No hemos puesto de acuerdo en que hay páncreas y a lo
mejor ya no podríamos vivir sin él.
-Déjalo, no insistas -dijo Francisco con gesto de desprecio-; este chico no entiende
nada.
7.
El mensajero se ofendió mucho. Dijo:
-se equivoca usted. Sí lo entiendo, pero son asuntos que nos piensas hasta que das con
el ambiente adecuado. A mí, la verdad, esto de que las cosas cambian y ya no se sabe
lo que son me ha ocurrido más de una vez. Y sin drogarme. Pero esto de ustedes ya es
exagerado.
Era un muchacho arrebatador: se movía entre la incertidumbre y la certeza, entre lo
masculino y lo femenino, como un niño entre la fantasía y la realidad. A mí me
gustaba mucho ese gesto de desafío con el que sin embargo comenzaba a aceptar lo
que veníamos explicándole desde que entró.
-Nosotros -dije encogiéndome con gesto seductor debajo del abrigo- somos mayores;
tenemos otra situación económica y podemos hacer las cosas a lo grande.
-Lleva razón -se rindió al fin seducido por el abrigo de visón- y me va a perdonar que
antes afirmara que usted era un hombre. En realidad, es una mujer. Y muy elegante,
por cierto.
-Y yo? -preguntó Francisco preocupado.
-Usted es un tío, sí señor. Y esta gata es de lujo, vamos, una persa.
-Las persas tienen el pelo más corto - señalé- . Me parece que esta es de angora.
-Y angora donde está, en Buenos Aires o en Madrid? -preguntó Francisco.
-No te pongas ahora pesado con eso, creo que estaba en Asia, pero a lo mejor Asia
está en este sofá. Todavía no le hemos dado las gracias al muchacho por lo que nos
acaba de decir. Muchas gracias, hijo.
-Ya me gustaría ser su hijo! -dijo con expresión de codicia.
-Y a mí tu marido - dijo Francisco en un ataque de celos-.
Por un momento sentí que yo llevaba escrito en la frente el destino de los dos, aunque
ninguno se hubiera dado cuenta.
Me encontraba tan a gusto allí, con aquella familia que acababa de crear de manera
espontánea, que habría dado lo que fuera para que ese instante no se rompiera nunca.
Recuerdo que la gata me rozó los pies y que yo le acaricié el lomo. Todo era perfecto,
aunque había algo en el gesto de Francisco que me preocupaba. Lo atribuí a los celos,
todos los hombres los tienen de sus hijos en algún momento.
-Qué te pasa, Francisco? -pregunté con expresión de paciencia.
-Nada.
-No, dilo.
-Nada, no me pasa nada, de verdad.
-Como si no te conociera. -dije- ; estás preocupado por algo. Es por el muchacho?
-Pero si es una chica! -gritó fuera de sí.
El motorista, quizá creyendo que de ese modo aumentaba la complicidad establecida
conmigo, dijo:
-Pues si yo soy una chica, usted es una tía disfrazada de hombre, ya está.
Francisco se acercó al motorista con la mano levantada y yo me tuve que poner en
medio de los dos para que no descargara su rabia contra él. Pero eso lo puso todavía
más furioso, así que le dio una patada a la gata, que salió arrastrándose en dirección a
la consulta, con una pata rota. Tuve que cerrar la puerta para no oír sus maullidos.
-Pero por qué te empeñas en que sea una chica? -pregunté con gesto de súplica.
-Si no es que lo diga yo, es que lo ha dicho ella -argumentó-. Anda, por qué no te
abres la cazadora otra vez? Que te veamos las tetas.
-Grosero! -gritó el muchacho.
-Cállate -le ordené yo-. Siéntate de nuevo y quédate callado, que ahora estamos
hablando los mayores.
No soporto esas escenas familiares. Tampoco soy de esas mujeres que dan siempre la
razón a los hijos para fastidiar a los maridos, pero hay que reconocer que Francisco
estaba obcecado. Yo creo que tenía miedo y el miedo siempre nos hace actuar con
violencia.
-También al principio te creías que estábamos en Buenos Aires -le dije- y al final
tuviste que aceptar que estamos en Madrid. No te ha servido eso de lección? Por qué
no eres más tolerante con los deseos del muchacho? Acaso crees que si se queda con
nosotros voy a cuidar menos de ti?
En lugar de responder, se sentó en el otro extremo del sofá y empezó a construir un
silencio rencoroso. Yo me temía lo peor, pero ya estoy acostumbrada a lo peor, de
manera uqe me senté entre los dos a esperarlo.
Al poco, Francisco me miró con miedo, como si se hubiera dado cuenta de repente
que yo llevaba escrito en la frente su destino y no pudiera soportarlo. En seguida
comenzó a tiritar, haciéndome ver que estaba en Buenos Aires, al mismo tiempo que
yo me ahogaba en un sofoco. Quise atribuirlo a la menopausia, pero soy joven para
eso, de manera que tuve que admitir íntimamente que hacía calor. Entonces él se
levantó, se puso frente a mí con la cabeza agachada y me pidió que le devolviera el
abrigo.
-Por qué? -dije- sabes que me gusta mucho.
-Porque tengo frío.
Me volví al muchacho, apoyándome en su hombro con la intención de llorar, pero no
me salían las lágrimas, quizá ya no era mujer. En cualquier caso, el motorista era una
motorista, se lo noté en los ojos, y de súbito parecía tan asustada como Francisco por
lo que ocurría allí. De manera que rechazándome se incorporó y salió corriendo en
dirección a la puerta por la que habíamos entrado todos sin que nadie hubiera logrado
salir hasta el momento. Yo contuve la respiración unos segundos alimentando la
esperanza de que apareciera otra vez en seguida con su cara de desconcierto, pero se
ve que en esa ocasión sí había logrado salir porque no regresó. Me volví a Francisco
y, resignada, (resignado ya, en realidad) le dije:
-Te lo devuelvo todo: el abrigo, la melena, la falda, todo. Y tú dame mis calzoncillos
y mi traje.
Nos metimos en el aseo para cambiarnos los nombres y la ropa, pero yo tuve la
impresión de que lo que de verdad intercambiábamos eran los cuerpos: yo me ponía
sus brazos y sus piernas y sus genitales masculinos, mientras él (ella en realidad) se
colocaba mi melena y mi vientre y mi pikuki, no olvidaré jamás ese nombre, pikuki.
Al salir, nos hablábamos nuevamente de usted. Ella era una de esas mujeres que
llevan escrito en la frente mi destino. No he conocido a muchas, pero siempre que me
he tropezado con alguna he huido con idénticas dosis de arrepentimiento y dolor.
Me senté en el sofá con el gesto de un hombre vencido y la contemplé lleno de agonía
mientras iba de un lado a otro de la sala dentro de su abrigo de visón. A ratos me
acordaba de su meato urinario y a ratos de su pezón retráctil y me moría de las ganas
de decirle una grosería. No lo hice por temor a que ella no captara la nostalgia en la
que habría ido envuelta la grosería, pero también porque llevaba dibujado en su rostro
el desconcierto característico de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino.
Dios mío, me moría de ganas de decirle algo, pero todas las palabras se deshacían en
la boca antes de atravesar la empalizada de los dientes. Afortunadamente, como soy
un seductor, logré liberar los recursos que suelo utilizar con las mujeres que no llevan
escrito en frente mi destino. Dije:
-No sé cómo puede soportar ese abrigo con el calor que hace.
La verdad es que no hacía calor, pero tampoco habría sido capaz de decidir en ese
instante si el frío venía de afuera o lo llevaba yo como una prótesis interior que me ha
acompañado toda la vida, porque siempre, desde pequeño, he tenido frío; quizá por
eso soñaba con estar en el interior de aquel abrigo de visón, con ella a ser posible,
diciéndonos el uno al otro esas cosas que sólo pueden decirse de los cuerpos, porque
los cuerpos (ahora sé que es verdad, que la mecánica no miente) sustituyen, como el
pronombre, a algo de lo que estamos amputados y de lo que no podemos hablar sin la
mediación de los órganos porque no sabemos qué es.
Ella se volvió hacia mí con una expresión de desconcierto enloquecedora (ésa es una
de las características de las mujeres que llevan escrito en la frente mi destino, el
desconcierto) y dijo:
-Por qué dice usted que hace calor?
-Porque lo hace. Además, es normal, estamos en agosto.
-En Buenos Aires, en agosto, hace mucho frío.
No pude continuar porque sabía que se había roto algo entre nosotros, quizá lo había
roto yo sin darme cuenta (ésa es otra de las características de las mujeres que llevan
escrito en la frente mi destino: que entre ellas y yo siempre hay una cosa rota).
Además, si he de decir la verdad, a estas alturas yo no habría podido asegurar que
estuviéramos en Madrid. De manera que permanecí callado, enfermando de amor por
aquella mujer inalcanzable.
Entonces, se abrió la puerta de la consulta, apareció la doctora cojeando de la pierna
derecha, y dijo que pasara el primero, que era yo.
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